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lunes, 5 de julio de 2010

REALLY THE BLUES


EL FIN DEL RACISMO:
Cuando era pequeño, uno de mis lugares favoritos de Chicago era el Riverview, el gigantesco parque de atracciones de la parte norte de la ciudad. ElRiverview, que durante los años cincuenta se conocía como el Parque Polio por la enfermedad
contagiosa que marcó la década, tenía docenas de atracciones, incluidas algunas de las montañas rusas más rápidas y terroríficas jamás diseñadas. Entre ellas se encontraban: El Rayo Plateado, El Cometa, El Ratón Salvaje, El Giro Volador y El Trineo. De entre todas, mi favorita era El Giro Volador, una atracción sin asiento que duraba
unos treinta segundos y obligaba a los pasajeros a reclinarse sobre los demás ocupantes de cada coche. El Giro no funcionaba sobre raíles sino por una serie de curvas tortuosas y empinadas, semejantes a las de los canales cortados a pico del bobsleigh, que nunca fallaban a la hora de imprimirte la sensación de que en cualquier momento ibas a salir catapultado por encima del grupo de árboles situado al oeste del aparcamiento. Para un chico bastante frenético como yo, no podía haber mayor emoción y entre los siete y los dieciséis años debí montarme más de mil veces en el Giro Volador.
El Trineo, no obstante, era la montaña rusa más aterradora del parque. No pasaba un año sin que muriesen o saliesen heridas unas cuantas personas de aquella atracción. Solía ocurrir cuando algún chico intentaba demostrar su valor poniéndose de pie en el momento en que el coche se lanzaba súbitamente hacia abajo a unos ciento sesenta kilómetros por hora. A los chavales les gustaba especular sobre el número de vidas que El Trineo se había cobrado a lo largo de los años. Sólo conocí a uno que se jactara de haberse levantado en más de una ocasión de su asiento al alcanzar la cumbre de la primera colina y siguiera vivo para contarlo: Earl Weyerholz. Nunca dudé de Earl Weyerholz porque una vez lo vi sumergir el brazo hasta el bíceps en un acuario con dos pirañas, sólo para recuperar el cuarto de dólar que Bobby DiMarco había dejado caer en su interior con la intención de retarlo. Earl tenía por entonces once años. Falleció en 1958, a los catorce, a causa de las más de doscientas picaduras de abeja que sufrió en un campamento de verano de Wisconsin. Nunca pude explicarme el cómo ni el porqué de tantas picaduras. Supuse que alguien le habría apostado un dólar, o algo así, a que no se atrevía a meter los brazos en una colmena.
La Lanzadera era también muy popular en el Riverview. Los pasajeros iban en unas barcas que se deslizaban a una velocidad de vértigo hacia una piscina y todo el mundo salía calado hasta los huesos. Aunque la verdad es que a mí, La Lanzadera, nunca me atrajo mucho; no le encontraba la gracia a mojarse sin motivo. Otra que no me entusiasmaba demasiado era El Paracaídas. Caer al suelo desde una altura considerable sentado en una estrecha tabla de madera con sólo una ridícula barra de metal a la que poder agarrarte no era mi idea de pasárselo bien. Es más, el mero hecho de pensarlo me ponía los pelos de punta; ni siquiera me gustaba mirar a los demás.
Sin embargo, no creo que mi negativa a montarme en El Paracaídas signifique que fuese acrofóbico ya que por aquella época era extremadamente aficionado a subirme a los tejados de los garajes por las cañerías de los callejones y a ir saltando de un tejadoa otro. Simplemente me parecía una locura someterse al tormento del Paracaídas, del mismo modo que al Rotor, un artilugio circular que giraba a tal velocidad que, cuando retiraban el suelo, los que se subían quedaban aplastados contra las paredes por la fuerza centrífuga. Tanto El Paracaídas como El Rotor convocaban siempre larguísimas colas de gente que esperaba ser exquisitamente torturada. A mis amigos y a mí lo que más nos gustaba del Riverview era el Pon al Negrata en Remojo. Así era al menos como nosotros llamábamos a la atracción que consistía en lanzar una pelota de béisbol a una diana puesta en una palanca que, al recibir el impacto, accionaba el mecanismo del asiento de la jaula haciendo que el hombre que estaba allí dentro se zambullera en un tanque de agua de un metro y medio de profundidad. Todos los tíos que trabajaban en el interior de las jaulas eran negros y odiaban vernos aparecer. Entre los trece y los dieciséis años, mis amigos y yo nos dedicamos a aterrorizar a aquellos tipos. Se suponía que tenían que mofarse del tirador, reírse de él o de ella y conseguir que siguiera gastándose sus monedas de veinticinco centavos, una por cada tres bolas. La mayoría de los que participaban en este juego se podían dar con un canto en los dientes si lograban golpear la diana con la fuerza suficiente para hundir al payaso una vez de cada seis intentos; pero mis colegas y yo nos convertimos en auténticos expertos. Nos gastábamos unos diez dólares en proyectiles y hacíamos caer a aquellos tipos sin parar. Por supuesto, nos odiaban a muerte. “Pequeños hijos de puta, ¿no tenéis otro sitio adonde ir?”, gritaban.
“¡Maldito niño blancucho hijo de puta, en el descanso te voy a patear el culo!”. Nosotros nos reíamos y continuábamos lanzando pelotazos a la palanca. Mi colega Big Steve era la estrella del Pon al Negrata en Remojo; un auténtico as porque lanzaba con más fuerza que nadie y su brazo nunca se cansaba. “¡Gordo blanquito hijoputa!”, le gritaba uno de los negros al zambullirse por quinta vez consecutiva. “Deja de quejarte”, le respondía Steve. “¿En qué otro sitio vas a conseguir un baño gratis?”.
Ninguno de nosotros pensaba demasiado en el hecho de que el trabajo de mofarse y hundirse estuviese a medio escalón por debajo del de cretino de carnaval o a uno entero del de lavacoches. Nunca se nos pasó por la cabeza, hace ya más de medio siglo, el motivo por el que todos los tíos de las plataformas fuesen negros, ni la idea de que nos estuviésemos comportando como perfectos racistas. Racistas involuntarios, en cualquier caso; al fin y al cabo, no éramos más que unos críos, productos ignorantes e insensatos del Chicago blanco de los años cincuenta.
Una tarde de verano de 1963, el año que cumplí dieciséis, mis amigos y yo llegamos al Riverview y fuimos directos al Pon al Negrata en Remojo. Nos quedamos de piedraal ver a un tío blanco sentado en una de las plataformas. Nadie dijo nada pero todos nos quedamos mirándolo. Big Steve compró unas cuantas bolas y empezó a arrojárselas a una de las dianas con negro. “¿Qué pasa, paliducho?”, le gritó el tío. “¿No quieres darle a uno de los tuyos?”.
No recuerdo si aquel día compré alguna pelota, pero sí sé que fue la última vez que entré en aquella barraca. De hecho, ésa fue una de las últimas veces que me pasé por el Riverview, ya que a principios del año siguiente nos fuimos de Chicago y, no mucho después, Riverview fue derribado. No sé qué pensarán ahora Big Steve o cualquiera de los viejos amigos que jugaron en aquel entonces conmigo al Pon al Negrata en Remojo, ni siquiera sé si se habrán parado alguna vez a pensarlo. Las cosas eran así, sin más.
Mezz Mezzrow vivía en mi barrio, en la parte norte de Chicago. Su padre tenía un drugstore, también el mío. Y como mi padre, llegó a convertirse en un conocido contrabandista. Supongo que debió descubrir la iniquidad del racismo de forma muy parecida a la mía. Mezzrow fue quizá mejor traficante de marihuana que músico de jazz, pero comprendió tanto la música como la raza que la engendró. El saxofonista Bud Freeman, que conoció a Mezz en Chicago en los años veinte y que estuvo implicado en su intento de organizar la primera banda mixta de Nueva York allá por
1930 (antes de que John Hammond triunfara en la misma empresa), dijo: “Mezz era un ser humano muy fuerte y sabía cosas sobre la gente de color, su modo de pensar y su música, que muy pocos blancos sabían”. De hecho, cuando pasó dos años en Riker’s Island por vender marihuana, Mezz insistió en que lo clasificaran comorecluso negro y consideró un gran honor alojarse en la sección negra de la prisión.
El hecho de que Mezzrow se casara con una negra y tuviera un hijo con ella puede parecer algo no muy reseñable en 1990, pero haberlo hecho hace más de medio siglo y haber vivido en Harlem, en lo que Jack Kerouac llamó “La Gran Acera Negro- Americana del Mundo”, era escupir directamente a la cara del diablo. Mezz tradujo su experiencia para jóvenes de los cuarenta y los cincuenta como Kerouac, Allen Ginsberg, Neal Cassady y John Clellon Holmes, e inspiró no sólo sus vidas sino también sus obras; un legado de un valor incalculable. Compré mi ejemplar de Really the Blues en 1967, por diez centavos, en una librería de viejo de la calle Clement en San Francisco. Todavía merece la pena leerlo, no sólo por la historia, sino por el
punto de vista. La perspectiva es un animalillo que se arrastra solitario por la jungla de la noche. Pero, tarde o temprano, como bien sabía Mezz, no le quedaría otra que acercarse al arroyo, inclinar la cabeza y beber, como los demás animales.
Barry Gifford, prologo del libro "Really The Blues" ed. Acuarela

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